Llueve sobre Nueva York. La lluvia cae lenta y persistentemente, con gotas finas y frías que empapan cada rincón casi sin avisar, sin que te des cuenta.
Conseguimos meter todo a presión en las maletas, no va a hacer falta una adicional. Nuestra habitación, nuestro hogar en la última semana es ahora un cuarto vacío y triste que no tiene nada que ver con nosotros. Revisamos cada rincón para no dejarnos nada olvidado, ningún objeto personal que tras nuestra marcha se convertiría en un artilugio anónimo y sin significado. Nos despedimos de este lugar que en unas horas nos habrá olvidado y acogerá las ilusiones de unos nuevos visitantes.
He leído por el foro que el taxi de vuelta al JFK no tiene tarifa fija, por lo que si el tráfico está pesado, te puede pegar un susto. Tampoco tenemos ganas de reservar un Supershuttle, así que optamos por aceptar el ofrecimiento del hotel para reservarnos transporte privado al aeropuerto. Nuestro avión sale a las cinco y media, así que en recepción nos recomiendan salir de Manhattan a la una. La locuaz recepcionista hispana del primer día nos lo vende bien: “Ya verán que leh va a encantal, polque no eh un carro... eh un carrasso negro pressiosso”
Nuestras maletas se quedan guardadas en recepción y, al contrario de otros hoteles que he leído por aquí, no nos cobran nada por dejarlas.
Tenemos unas pocas horas para acabar de disfrutar de la ciudad y las queremos aprovechar. Hoy es un día perfecto para entrar a ver la Biblioteca Pública de Nueva York. Podemos ir dando un pequeño paseo a pie y resguardarnos allí de la lluvia. De camino telefoneamos a nuestros amigos, los maridos que conocimos el sábado anterior, para despedirnos antes de dejar América. Están en Miami con un sol espléndido. Nos prometemos visitarnos mutuamente.
La Biblioteca es absolutamente grandiosa. El hall ya te pone los pelos de punta, de techos altísimos y todo cubierto de mármol. El omnipresente árbol de Navidad es un elegante cono que preside la sala y los candelabros que la acompañan, como arbolitos de copas encendidas, contribuyen al ambiente de palacio vaticano que se respira en el lugar. Hay bastante turismo visitando el edificio, pero la gente es bastante respetuosa y el ambiente tranquilo propio de una biblioteca no se altera en exceso.

Subimos a visitar las famosas salas de lectura equipadas con acceso a internet . La escalinata es fastuosa, cubiertas por techos artesonados y pinturas al fresco: creo que jamás he visto una biblioteca tan lujosa.

Las salas de lectura no defraudan: este edificio es realmente una de las visitas imprescindibles de Nueva York. Nos impresiona una vez más el sentido del espectáculo que los americanos tienen para todo, cómo impregnan de exceso todo lo que hacen para que supere su propia utilidad práctica y se convierta en una atracción por sí mismo. La vida entendida como una película.


Bajando hacia la calle de nuevo nos esperan todavía rincones tan evocadores como éstos.



Las hora de esta mañana pasan veloces y pensamos volver a comer en el coreano de anoche. La camarera sorprendentemente nos recuerda y nos recibe con esa sonrisa oriental tan difícil de descifrar ( ¿es sincera, irónica, me hacen la pelota...? ). Estamos al lado del hotel, así que nos resulta fácil controlar el tiempo.
El coche ha sido más que puntual y nos espera 10 minutos antes de la hora prevista. Es un precioso y enorme coche negro con su amabilísimo chófer hispano incluido. Recogemos las maletas. Es el adiós definitivo.


Nos despedimos de las calles de Manhattan. Dicen que en el momento de la muerte, nuestra vida se proyecta en nuestro cerebro como una película en décimas de segundos. Mientras cruzamos el Queens Midtown Tunnel se me agolpan en la mente las experiencias de las últimas casi dos semanas como fotogramas de una historia que ya se nos muere.
Desde Queens Manhattan se ve envuelto en brumas , como engullido por su propio torbellino de energía.


El conductor nos sorprende contándonos sus propias miserias. Es un chico muy joven y lleva poco tiempo trabajando de chófer: es su segundo empleo porque dice que con el otro no le da para sobrevivir con su familia. Le preguntamos a qué otra cosa se dedica y nos quedamos de piedra: bombero.
Le decimos que volamos con Alitalia y nos deja en la terminal correspondiente, pero pronto nos damos cuenta de que estamos equivocados: aunque reservamos con la compañía italiana, el vuelo en realidad lo opera Delta... que está en otra terminal. El coche ya se ha ido y nos toca acarrear andando con todos los trastos por los exteriores del aeropuerto. Menos mal que vamos con tiempo suficiente.
Hay bastante cola para facturar, y nos fijamos en un cartel enorme con una campo de girasoles que anuncia que Nueva York estará más cerca que nunca de Andalucía en enero, porque empieza a operar la línea directa con Málaga. ¡Qué suerte los malagueños! Llega el momento de pesar las maletas y pagamos nuestro error. Las maletas pesan más de lo permitido. “Esto le va a costar 50$”, me sentencia la operaria afroamericana como si me estuviera multando. “¡Ah, perfecto!”, le digo como si nada,”¿aceptan tarjeta?”. Que no se note que me ha jodido. La otra maleta cuesta otros 50$ extra. Se me tuerce el hocico. Podríamos haber comprado una tercera maleta (se pueden llevar dos de 23 kg por persona) y no habríamos tenido sobrepeso. Tampoco lo pienso dos veces, es mejor asumir el error y no amargarse... menos mal que al cambio salíamos beneficiados.
Pasamos a la cola de seguridad, que es interminable. Aparece de repente un señor con bigote, señala de mitad de cola para atrás y empieza a gritarnos: “¡Síganme, síganme!” Salimos a todo correr. Nos lleva a la calle en procesión y la gente, medio extrañada medio descojonada. “¿Pero dónde nos llevan?”, dice una señora. “Yo creo que algo hemos hecho y nos llevan a Guantánamo.”, le bromeo. Ella no se lo toma a broma y me mira con ojos asesinos: “Ni nombres esa palabra, con eso no se bromea.” Uy, menudo trauma que tiene esta gente con según qué cosas.
Nos dejan en otra cola de seguridad, debía ser para descongestionar la otra, y después del consabido ritual de medio desnudarse, cinturones y zapatos para pasar por el detector de metales, entramos al fin al área dutyfree del aeropuerto. Tenemos un rato libre hasta embarcar y nos gastamos nuestros últimos dólares en efectivo.
El viaje de vuelta sin incidentes. Bastante más corto que el de ida, igual de encajonados en los asientos y con la mezcla de nostalgia y ganas de contarlo en nuestro interior. Cuando sirvieron la comida me dio por pedir vino. Te traen una botella chiquitita individual y yo que no tengo costumbre ninguna de beber me la metí entera casi de un trago. “Cariño, creo que hoy me voy a emborrachar por primera vez en mi vida, para olvidar la pena de la vuelta a casa”. Y mi marido me miraba estupefacto. Así que me pido otra botellita y me entra la risa floja. No me emborraché, ni mucho menos, pero me subió un poquito y me dio por reirme. “Estás loco”, me dice. Y yo me reía aún más.
Habíamos salido con retraso, así que al principio del viaje pensé que quizás no llegaríamos a la escala en Roma. “Pues nos quedaremos en Roma, ahora qué más da.” Pero el piloto se ve que iba ligero y llegamos a nuestra hora, por lo que tuvimos tiempo suficiente para coger nuestro siguiente vuelo.

Valencia se escondía ahora tan solo a unas pocas nubes de distancia, en algún lugar al otro lado del mar.


No pudimos evitar la frustración al sobrevolarla. Que nos perdone nuestra querida ciudad mediterránea, pero la que otras veces nos parece magnífica nos pareció aquel día pequeña y vulgar, plácidamente adormecida bajo el tibio sol invernal. Ya era 28 de diciembre, día de los inocentes.