El día de Navidad luce con un sol resplandeciente. Después de días de frío extremo e incluso nieve, parece que hoy la temperatura es un poco más moderada.
Nos llaman nuestros amigos de ayer, la familia segoviana. Están, además, muy cerquita de nuestro hotel, comprando recuerdos y souvenirs varios por la 5ª avenida. Nos hace mucha ilusión pasar el día con ellos, una versión original de un 25 de diciembre en familia.
Nos encontramos en la esquina de la 32 con la 5ª. Yo, que tengo un espíritu muy paternal, me siento encantado de la jauría que nos rodea (y es que son cuatro entre 10 y 20 años) más la prima de 24 que se convierte en nuestra amiga cómplice durante todo el día. La madre es en extremo encantadora y dulce con nosotros y decide acoplarse totalmente a nuestro plan de paseo. Y allí que voy yo, como líder de la manada, guía del País Aguilar en mano dispuesto a convertirme en guía turístico particular y hacerles patear de lo lindo por las calles de Manhattan. ¡No saben la que les espera!

La ruta nos va llevando hacia el sur, dejamos nuestro querido Empire a la espalda y enseguida llegamos al Madison Square Park. El remate dorado del edificio de la New York Life Insurance Company brilla bajo el sol invernal, pero el protagonismo, indudablemente se lo lleva la impactante silueta del Flatiron Building.



A contraluz por el todavía bajo sol matinal, el Flatiron corta el espacio dividiendo la 5ª Avenida y Broadway y, más de 100 años después de su construcción, todavía domina el perfil de esta parte de la isla. Las manzanas que siguen por Broadway se conocen como la Lady’s Mile, donde a principios de siglo XX se concentraban las tiendas de moda de las señoras de la alta sociedad. Esta mañana festiva está todo demasiado tranquilo, casi fantasmal, incluso aquí la actividad se frena en un día como éste y las calles de estos barrios tradicionalmente de clase alta respiran una elegancia tranquila, adormecida.
Gramercy Park se esconde a la vuelta de la calle 21. Es un lugar de una placidez monacal. El lujo se evidencia por el simple hecho de que es el único parque privado de la ciudad: sólo los vecinos tienen llave para acceder a él, pero nada nos impide darle una vueltecita, ¿no? Me encantan los preciosos pórticos de forja de los números 3 y 4.

También hay una casita con dos farolas en la puerta. Me entero por la guía de que en Nueva York tienen por costumbre ponerlas en la casa donde ha vivido un alcalde.
Nuestra madre ocasional está encantada con el paseo y yo le voy cantando cada uno de los rincones que nos encontramos y que tenía trazados en mi ruta. “¡Qué maravilla pasear así! Este barrio es una gozada, un auténtico remanso de paz ...si tuviera que elegir un sitio para vivir en Nueva York, creo que sería aquí.” Se me agarra del brazo y nos cuenta toda pizpireta sus pequeños secretos y cotilleos íntimos. La verdad es que se creó un ambiente fabuloso, nos sentíamos felices y tranquilos recorriendo las solitarias calles de un Nueva York en paz.


Los niños caminan sin rechistar. Ya sabéis lo que se ponen a veces de quejicas si se les hace andar más de lo que tienen ganas, pero parece que estaban animados y con energías, incluso la más pequeña, que se porta como una campeona y se adapta perfectamente a la situación. ¡Así da gusto!
Volvemos por la calle 19 cruzando la manzana conocida como Block Beautiful. Se trata de un conjunto de casas en estado de gracia, quizás sin nada especialmente destacable en ninguna de ellas de manera individual, pero que juntas forman un ambiente encantador que ha escapado al furor frenético de los tiempos modernos.



Seguimos bajando hacia Union Square, un enorme espacio abierto que tiene toda la pinta de convertirse habitualmente en punto de reunión popular.

Parece ser que allí se monta un mercadillo muy frecuentado pero hoy que el sol baña generosamente la plaza, hay tan solo un pequeño grupo de aficionados jugando al ajedrez. Un apacible señor con gorra y bigote nos invita a acercarnos y echar una partida y uno de nuestros impulsivos adolescentes, todo chulete él, se sienta a retar al bigotudo ajedrecista.
“No vas a durar ni 5 minutos”, predigo.


Nos tomamos con mucho humor la situación, casi nos ponemos a jalearle como si de un partido de fútbol se tratara, pero aún así, no sé si en cinco, en cuatro o en seis minutos el intrépido pero inexperto compatriota nuestro cae derrotado. Yo me partía de risa por el suelo, más aún cuando el aparentemente plácido bigotudo se nos pone semiviolento reclamándole 20$ por haberle ganado. El chaval, que de tonto no tiene un pelo y se domina con el inglés, le dice de todo: “¡Será sinvergüenza el tío éste...me invita a jugar y ahora me quiere cobrar! ¡Oiga, que usted no me había dicho nada de que nos jugábamos pasta!” Creo que al final le dio como 5$ diciéndole “¡Yo sólo llevo esto!” y aunque literalmente se los arrancó de la mano el tipo seguía gritándonos un sermón ininteligible mientras el bigote lle brincaba y los ojos se le inyectaban en sangre . Como veíamos que no paraba e iba camino de transformarse en el increíble Hulk salimos pitando de allí despipotados de la risa. ¡Menuda mafia, qué cara más dura!
La matriarca y yo íbamos tan contentos porque con esto de ser el día de Navidad parecía que estaba todo cerrado y podríamos tener un día pacífico sin compras compulsivas cuando nos topamos en la calle 14 con una inmensa zapatería ¡abierta! Y la tropa se desparrama al frenesí comprador.
Los chavales se ponen a mirar zapatillas como locos, piden tallas para probarse y por primera vez tuvimos una experiencia de trato desagradable en un comercio. La verdad es que pidieron tallas de bastantes modelos, pero es que eran muchos y todos querían algo. La cuestión es que empiezan a decirnos que nos las traen en seguida pero algunas tardan demasiado en traerlas. Después de 45 minutos el mosqueo se vuelve generalizado. ¡Pero dónde está esta gente buscando las zapatillas! ¿Las estarán fabricando? A mí me entran los sudores cuando veo que se nos pasa media mañana allí dentro y mi marido, que es un latiguillo empieza: “¡Qué morro tienen! Éstos lo que les pasa es que no tienen en el almacén y las han pedido a otra tienda por no perder la venta.” Menos mal que no habla inglés, si no seguro que les monta el pollo en el momento: “Pero decídselo, que si van a tardar mucho más nos vamos.” La cuestión es que los chavales se había hecho la ilusión con las zapatillas pero la dependienta, a la tercera vez que le preguntamos, nos pone cara de circunstancia (“Es que las están buscando, que han pedido muchas... yo no sé nada...”) y se empieza a poner a la defensiva. Había uno que era como un gorila de grande que no paraba de hablar por una especie de walkie y cuando les decimos que no esperamos más y nos largamos van y se enfadan: “No nos pueden tener buscando tallas y ahora irse sin comprarlas”, “¡Cómo que no!, tendrán jeta...” Acabamos pagando las que ya tenían elegidas porque el ambiente ya estaba bastante tenso y nos vamos sin que lleguen las otras. Menuda cara de asesinos nos pusieron , como si aún la culpa fuera nuestra.
Tratamos de hacer borrón y cuenta nueva porque los que somos un poco más antitiendas salimos trinando: “¡Ni un día que os podéis pasar sin comprar! ¡Que hoy es Navidad, leches!”
Se iba haciendo hora de pensar dónde comer y a mí me parecía buena idea acercarnos al Village y comer por allí, para luego dar un paseíllo por el barrio al caer la tarde. Enfilamos de nuevo al sur, esta vez por la 5ª avenida que tiene su fin frente al famoso arco de Washington Square. La plaza, desafortunadamente está vallada por obras y no se ve nada. La zona es muy agradable en cualquier caso, se ven los edificios de la New York University y hago una foto que me parece que es la de la calle en la que vive Will Smith en “Soy Leyenda”...¿alguien lo puede confirmar?

La 6ª avenida divide el barrio en dos mitades. El Jefferson Market Courthouse dibuja una curiosa silueta, como la de la iglesia de alguna extraña religión o la de un castillo transilvano. Se salvó por los pelos de la especulación urbanística y es un precioso y peculiar edificio de esta zona de Manhattan.

Vemos un restaurante que no pinta mal justo enfrente nuestro y nuestra tripas rugientes nos llevan a él como un depredador tras su presa.
No recuerdo el nombre del sitio, debía estar en la esquina de la 6ª con Waverly Place. Por dentro era más pequeño de lo que aparentaba. Las mesas, todas de cuatro plazas, estaban encajadas entre banquitos acolchados y separadas de la barra por un estrecho pasillo y una barandilla de barras torneadas. Nos hacían falta dos mesas y la madre nos ofrece que nos sentemos nosotros primero en cuanto hubiera una libre, porque esa mañana habíamos salido sin desayunar. “No no no”, le digo, “primero que se sienten los chavales y que empiecen a comer, con eso yo me quedo tranquilo, que los mayores podemos esperar”. Mi marido me contó luego que ella, en uno de mis múltiples despistes y embobamientos se dio la vuelta y le dijo: “Míralo, si es que tiene madera de padre, le sale el instinto...”
Jajajaja, ¡qué vergüenza me dio!
La verdad es que comimos de cine, bueno y abundante...y a buen precio, como venía siendo para nosotros una constante en la city. Los jóvenes pasta y lasañas, nosotros carne, huevos, ensaladas y de postre compartimos un brownie calentito de estos que quitan el sentío, que no queríamos acumular más michelín.
Satisfechos y contentos nos disponemos a hacer la ruta prevista por las callejuelas de uno de los barrios con mayor encanto de Nueva York. Fue una pena que por ser el día que era estaba todo demasiado tranquilo vacío. Estoy seguro de que habitualmente debe ser un hervidero de vida y gente peculiar, pero la compañía era tan agradable que llenábamos las calles nosotros mismos.
Un poco de lío al principio para orientarme por las calles enrevesadas del callejero, pero pasamos por todos los puntos previstos y otros que nos asaltaron por sorpresa en el camino: la divertida estación de bomberos, los chiringuitos de los médiums (estuvimos a punto de entrar porque debía ser digno de ver), Gay Street, el edificio de Friends en la esquina de Grove St con Bedford St, el curioso techo geminado de Twin Peaks y la preciosa St. Luke’s Place con la famosa casa de la serie de Bill Cosby.







FRIENDS



TWIN PEAKS



LA CASA DE BILL COSBY

LA CASA DE ALGÚN ANTIGUO ALCALDE


Se nos hizo de noche, una noche de ensueño. Nuestra madre prestada, amante de la decoración, se quedaba embobada con las casas del barrio. Nos subimos ella y yo a una de las escaleras de esas tan bonitas que dan acceso a las casas para ver la entrada a través del cristal. “Mira estos canallas que pedazo de bota veneciana que tienen colgada del pasamanos de la escalera...qué preciosidad”, me dice. La bota forma parte de la decoración navideña de la casa, que parece sacada de una revista. La gente pone su árbol de Navidad cerca de las ventanas y dejan las cortinas abiertas para que se vean bien, con las lucecitas encendidas todo el día y enrollan guirnaldas de acebo iluminadas en las barandillas de las escaleras de la calle. Me imagino en España lo poco que durarían, o bien destrozadas por algún gamberro o birladas por un listillo.
El metro nos devuelve al Midtown. Esta noche tenemos las entradas para el Christmas Spectacular del Radio City Music Hall, pero aún nos queda tiempo. Nuestra familia amiga decide irse a descansar un poco al hotel, pero quedamos a las diez para cenar en Junior’s. Nosotros queremos aprovechar para subir al Top of the Rock y ver Manhattan de noche desde las alturas. La plaza donde está la taquilla, que es como un quiosquillo frente a la pista de hielo, está abarrotada de gente pero no hay nadie haciendo cola así que compramos las entradas en un santiamén.
El interior del Rockefeller no ofrece para nada la imagen decadente del Empire. Lujo a tutiplén, tiendas de marcas caras, escalinatas de palacio posmoderno... En el acceso para subir al rascacielos nos llevan, una vez más, como ganado. Entiendo que os trabajadores de estos sitio tienen que lidiar a diario con la organización de miles de personas, pero no deja de ser desagradable que te griten y te lleven casi a empujones. Te pasan primero por un teatrillo donde se proyecta un video sobre la historia del complejo y de las Rockettes, las famosas bailarinas del Radio City. Después, se pasa a los ascensores, que son un espectáculo en sí mismo: los techos son de cristal y cuando empiezan a subir (a toda pastilla) se apagan las luces del interior de la cabina y el túnel larguísimo que parece llevar al cielo se enciende como un árbol navideño mientras el techo transparente se usa como pantalla para proyectar imágenes. Creo que calculamos poco más de 40 segundos en llegar arriba.
El frío te recibe con una tremenda bofetada, pero el mar de estrellas a tus pies es una visión sublime. La verdad es que la azotea del Rockefeller es mejor observatorio que el Empire. Está dividida en tres niveles y sólo el de abajo tiene cristales, por lo que desde los superiores se ve TODO sin ningún tipo de restricción. Me vuelvo loco a hacer fotos de esa borrachera de luces.









El Empire luce prodigioso frente a nosotros, el Chrysler refulge en la noche neoyorquina, Times Square deja escapar sus destellos entro los edificios que lo rodean y centenares de rascacielos anónimos forman una constelación mágica que flota entre la negrura. Pero volviendo a la realidad, el frío es realmente insoportable, así que cuando mi marido se empieza a poner morado no tengo más remedio que dejar las fotos y bajar.
Nos queda el tiempo justo para ducharnos y cambiarnos y volver a ver nuestro espectáculo navideño. Es todo perfecto: la noche del 25 de diciembre en el Radio City viendo el show del 75º Aniversario del Christmas Spectacular.
Nos ha tocado arriba del todo, pero se ve estupendamente. La sala es enorme y está lleno hasta la bandera. El espectáculo es tal cual eso: un espectáculo, a lo grande, a la americana, con increíble despliegue de medios. Infografías 3D, personajes que vuelan, nieve y fuegos artificiales sobre el patio de butacas, un belén con camello incluido, orquesta y un cuerpo de baile de película.









Todo tiene ese aire grandilocuente y algo kitsch tan del gusto del público popular de allí, pero en absoluto decepciona. Sólo nos amargó la velada una auténtico gilipollas que nos tocó cerca. El tío (español para más sorna), iba con una niña pequeña a la que le dio por dar la lata. El problema no era la niña, que no tiene culpa, la historia es que al padre no se le ocurre otra cosa más que ponerse en el pasillo, a nuestro lado ¡a jugar con la niña para que no llore!. Empieza: “Jijiji, mi niña guapa, ay purrupu purrupu”, y le hacía pedorretas en la tripa el tío payaso. Mira, nos entró un cabreo que ya cuando llevaba como 20 minutos así se lo tuvimos que explicar: “Entendemos que haya pagado un dinero para ver esto y no se quiera salir, pero la culpa no es nuestra y como no se calle tendremos que avisar a seguridad” Y se nos queda mirando con cara de idiota, como si le hubiéramos contado un chiste. No penséis que pidió perdón ni nada, pero al menos al final se aacabó saliendo fuera con la niña.
De todos modos, salimos contentísimos del teatro, se nos pasó volando y llegamos justo para cenar al Junior’s. Nos esperaban ya con la mesa cogida y nos pegamos un súper cenorrio de Navidad. La noche fue tierna y agradable, la madre nos abrazaba y nos decía que nos acababa de adoptar. Nosotros, que nos dejamos querer, nos dimos por adoptados.
Se nos terminó otro día más, con el dulce regustito de la amistad que nos sorprende a miles de kilómetros de casa, otra historia más de las que sólo suceden cuando las estrellas (en este caso las de NY) se confabulan para regalar felicidad.